Fuente: John Snyder. Thoughts on Democracy. Part one. = Reflexiones sobre la democracia. 1a Parte.
Y por supuesto la democracia ha tenido sus enemigos.
Sus primeros grandes oponentes fueron las monarquías de España, Francia y Austria, las cuales lucharon contra los primeros reformadores ingleses y contra las Provincias Unidas (Holanda). Después vino Luis XIV y la arrogancia de la monarquía absoluta. Luego vino la guillotina y ese mar de sangre que derramó el “Reino del Terror”. Luego Napoleón y el secularismo radical de la Revolución Francesa que se extendió gracias a las conquistas militares por todo el continente durante veinticinco años ininterrumpidos de guerra sin cuartel (1790-1815). A continuación vinieron los nacionalistas y los imperialistas, los socialistas, Mussolini y los fascistas, la España de Franco, Hitler y el azote del nazismo. Luego el Imperio Soviético y cincuenta años de “guerra fría” y de materialismo radical denominado “comunismo”. La carrera armamentística, el muro de Berlín, Pol Pot y esa inacabable procesión de dictadores sectarios tratando de instaurar un mundo perfecto.
Y ahora le toca el turno a dos enemigos que se dan la mano pero atacan desde polos opuestos: el Nihilismo y el Islamismo fundamentalista, junto con los intelectuales renegados y deconstructivistas que se sirven de nuestras grandes universidades y se alían en su locura con los enemigos de la democracia. Estas personas y sus ideas son precisamente la manifestación más reciente de esta vieja guerra. Encarnan los postreros capítulos en la larga crónica de tragedias humanas que se han abatido sobre ese mundo que ha rechazado la Reforma protestante, o simplemente ha permanecido al margen de ella.
Todos estos conceptos antidemocráticos son meras variaciones, reformulaciones de los viejos principios que sustentan al estado totalitario desde los faraones de Egipto, Asuero de Persia, los califatos del Islam o los emperadores de China, pasando por los Estados de la Confederación. Todos estos ejemplos históricos, vistos con la perspectiva de la historia, no son más que encarnaciones recurrentes de una misma idea: la de que la autoridad de un estado reside en una clase especial, una élite, formada por los hombres más virtuosos. Y, en consecuencia, el principal problema que debe afrontar el gobierno humano es el control.
En principio, esto no suena tan mal. ¿Por qué no íbamos a entregar la gestión de los problemas del gobierno a personas que tienen una inteligencia o un carácter especial? Tal vez os sigue pareciendo ésta una buena idea a algunos de vosotros. Pero esa es la razón por la cual la democracia liberal ha sido siempre una opción minoritaria en la gran plaza de la historia política.
Pero hace unos 350 años, contra todos estos modelos de raíz pagana, el calvinismo protestante empezó a gestar algo llamado «democracia liberal», que se ha revelado como la única alternativa viable y de éxito a la idea del estado totalitario. A pesar de las doctrinas bien elaboradas y alternativas que en sentido contrario se dan en los actuales departamentos de filosofía, a pesar del empuje de la ciencia política moderna y de las teorías de la sociología moderna, realmente no existen modelos alternativos fiables que puedan garantizar el hecho de que, una vez aplicados, fomenten la libertad política y religiosa.
Pero también están aquellos otros estados europeos que no acabaron de tener un sistema democrático estable hasta que, bueno, se vieron forzados a ello por –¡cómo no!– aquellos mismos retoños de la Revolución calvinista: el Reino Unido, los Estados Unidos y sus primos, los australianos y los canadienses. Hay que recordar aquí que fueron ellos los que impusieron la democracia en la Europa continental: Alemania, Italia y Austria, por no citar a Japón.
Actualmente, el éxito de la idea de democracia liberal se percibe en el legado político recibido por la India , Sudáfrica, Filipinas y Corea del Sur. Todos ellos son los primos segundos de los imperios británico y estadounidense.
Después, por supuesto, están esos «otros países» que aspiran al liberalismo político y tienen una relación un tanto distante con el poder y el don de la democracia, dado que no han acabado de entender lo que es. Sus estudiantes visitan nuestras universidades y parlamentos y escuchan nuestros discursos en las Naciones Unidas y tratan de imitar el lenguaje y los valores de la democracia liberal sin comprender realmente lo que todo eso significa, o sin reconocer la fuente de la que bebe. En realidad, la mayor parte de los americanos ya no comprenden tampoco «lo que todo eso significa». Pero en lo más alto de esa lista están las protodemocracias que funcionan de forma francamente mejorable: Rusia, México, Nigeria, Venezuela e Indonesia.
Y después están los otros cientos de pequeños despotismos hortera que conspiran en la oscuridad para extender la presencia de la esclavitud. A la cabeza de esa lista: China, Cuba, Corea del Norte, Irán, Siria, Libia, Sudán y esa letanía inacabable de campos de concentración que nosotros dignificamos al dejarles ocupar una silla en las Naciones Unidas.
En pocas palabras, por donde no ha pasado la cristiandad, no ha habido democracia. Punto. ¿Por qué? Bueno, esa es la pregunta del millón, ¿no?
Ahora permitidme mostraros mis cartas y deciros que la respuesta tiene que ver con la concepción que tiene del hombre el protestantismo calvinista. Y lo que es más: tiene que ver con la idea cristiana del pecado original, lo que a veces se llama «la depravación total».
Este es el punto de partida de esta lección de ciudadanía políticamente incorrecta. Y no se trata de una lección socioeconómica. Es una exposición religiosa del hecho. Comprendo que esto debe inquietar sobremanera a los secularistas que creen que el hombre es bueno por naturaleza. Es un punto que repele a los marxistas, ya que ellos analizan todas las cuestiones de la sociedad humana a través del prisma de la economía. Es un concepto odioso para los sociólogos, ya que ellos abordan los temas del comportamiento humano a través de los clichés del género o de la raza, o desde la dinámica campo-ciudad, o bien a partir de las estructuras de clase. Es un espantajo inquietante para el filósofo, pues él analiza los conflictos y las desavenencias como disyuntivas entre la mente y la realidad ontológica. Pero el único punto del que debemos partir a la hora de abordar cualquier cuestión relevante sobre el gobierno civil es el mismo del que parte la antropología: ¿qué es el hombre y cuál es su naturaleza?
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